PUNTO Y APARTE. Octubre 10 de 2018.
Guillermo Cinta Flores
El 4 de noviembre de 2000 se publicó en la revista Proceso un interesante reportaje de Agustín Ambriz, entonces corresponsal de esa publicación en Morelos, titulado “Espionaje y contraespionaje por Internet”. El sumario del mismo decía: “Nadie respeta la legislación sobre intercepciones telefónicas”.
Ambriz agregó: “Legalizada en 1996 para combatir exclusivamente al crimen organizado, la intervención telefónica prevalece como estrategia política para espiar y desprestigiar a personajes públicos (…) A pesar que su uso quedó sujeto al consentimiento de los jueces, ni siquiera los propios priístas se han salvado del espionaje con fines distintos a la investigación de delitos”.
Eso ocurrió allá y entonces. Han pasado 18 años, pero el espionaje en México aún se ejerce libremente debido a la falta de control entre las autoridades tradicionalmente dueñas de esta práctica; las reducidas penas contra los infractores; la sofisticación de los modernos aparatos electrónicos y su fácil acceso de compra hasta en Internet.
La necesidad de una reforma legal a fondo para frenar y sancionar el espionaje político resurgió con fuerza en septiembre de 2000 cuando se difundió una conversación entre el presidente electo Vicente Fox y su vocera Martha Sahagún, cuyo contenido reveló estrategias emprendidas durante la campaña electoral y supuestos créditos de la familia Fox en el Fobaproa.
Esto añadió el reportaje de Agustín Ambriz: “Molesto por lo que calificó como un espionaje sistemático en su contra, desde que era gobernador de Guanajuato, Fox advirtió que se investigaría a fondo para castigar a los responsables y adelantó que durante su mandato esta práctica será plenamente regulada dentro de una legislación que acote su uso discrecional por las diversas corporaciones que tradicionalmente han manejado la vigilancia electrónica”.
Una semana antes de las elecciones del 2 de julio de 2000, Fox responsabilizó directamente al presidente Ernesto Zedillo de espionaje político, luego de que el priísta Enrique Jackson exhibió copias de diversos cheques provenientes del extranjero para la campaña política del panista.
Aquel escenario desencadenó la psicosis en el equipo cercano de Fox, principiando por Martha Sahagún, quien informó que se había contratado a especialistas para “limpiar” las líneas de los teléfonos del equipo de transición y revisar oficinas de determinadas instituciones públicas, a fin de detectar micrófonos ocultos.
El reportaje de Ambriz desglosó entonces una serie de ejemplos sobre la forma en que, desde los intrincados vericuetos del poder público y gracias a la disponibilidad de grandes recursos económicos, se ordenaba el espionaje.
Y entonces citó el caso de presunto espionaje detectado el 28 de octubre de 2000 por funcionarios del entonces gobernador panista de Morelos, Sergio Estrada Cajigal.
Gracias a la utilización de equipo otrora en poder de Cesáreo Carvajal Guajardo, a la sazón Secretario de Seguridad Pública del Estado, se hallaron en la oficina del mandatario micrófonos inalámbricos “periféricos” que —de acuerdo con las primeras investigaciones— tenían un alcance de 300 metros.
Obviamente y con prontitud, el nuevo gobernador atribuyó el hecho a una “red de espionaje”, aunque no señaló culpables. Como era de esperarse, se sintió el blanco de la maniobra, culpó a los priístas de aquel hecho y pidió la colaboración de peritos de la PGR para efectuar algunas diligencias que nunca arrojaron pistas sobre los supuestos responsables. Debo recordarles a ustedes que Estrada Cajigal fue precedido por tres gobernadores: Jorge Carrillo Olea (1994-1998), Jorge Morales Barud (1998-2000) y Jorge Arturo García Rubí (tres meses de 2000).
¿Cuál de los tres ordenó el espionaje en contra de Estrada, si es que así sucedió? Sepa la bola. Sin embargo, el panista gobernador nunca supuso la existencia de una red de espionaje en Palacio de Gobierno antes de iniciada su gestión, colocada por los “de casa”, por los del PRI, para vigilarse unos a otros.
Lo tangible en aquellos tiempos fue la adquisición, vía la Secretaría de Seguridad Pública, de un sofisticado equipo de intercepción y detección de aparatos para espiar al gobierno blanquiazul, a un alto precio sufragado por los contribuyentes. Además, el grupo gobernante consiguió ruido mediático, en un tiempo en que no existía la repercusión actual de las redes sociales ni cientos de sitios web, amén de los medios “formales”.
Es así como llegamos al 9 de octubre de 2018, cuando apareció en escena un vocero oficial del gobierno morelense a cargo de Cuauhtémoc Blanco Bravo, para informar que se detectaron micrófonos en determinadas dependencias públicas, aunque no se dijo en cuáles. Hasta donde estoy informado, el hallazgo sucedió en la Secretaría de Obras Públicas otrora a cargo de Patricia Izquierdo Medina y cuyo titular es ahora el ex director del Centro SCT-Morelos, Fidel Giménez Valdez-Román.
Tal como lo vimos en octubre de 2000, ayer se advirtió que ya se había presentado la denuncia correspondiente ante la Fiscalía General de Morelos, a fin de investigar el presunto espionaje a Cuauhtémoc Blanco y hallar a los responsables, lo cual captó la atención de centenares de cuentas de Twitter, Facebook, páginas web de noticias, diarios impresos y noticieros radiofónicos y televisivos. Hubo, pues, ruido mediático.
Desde mi particular punto de vista, la cosa no irá más allá, pues me parece que la historia se repitió: el espionaje que se realizaba entre funcionarios priístas del sexenio 1994-2000, fue el mismo ejecutado por algún pernicioso funcionario del régimen de Graco Ramírez, sin interés de pasar la frontera del 1 de octubre pasado. Es obvio inferir que la psicosis de antaño prevalece hoy en Palacio de Gobierno, cuyos principales inquilinos siguen disponiendo de un rico filón discursivo para irse acomodando en el Poder Ejecutivo culpando de cualquier cosa, incluso de los nuevos errores, a quienes ya se fueron.
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