ANÁLISIS Por Guillermo Cinta Flores
Viernes 10 de marzo de 2023
Durante la madrugada del domingo 26 de febrero los habitantes de Nuevo Laredo, Tamaulipas, fueron despertados por detonaciones de armas de fuego. Acostumbrados al terrible y conocido sonido, la mayoría recuperó el sueño, seguros de que “miembros del crimen organizado estaban resolviendo sus diferencias”. Pero cuando apenas salía el sol trascendió que miembros del Ejército Mexicano asesinaron a cinco jóvenes en la colonia Manuel Cavazos Lerma; uno más resultó lesionado de gravedad y otro salió ileso. Gracias a él este crimen no quedará impune. Bueno… eso esperamos los mexicanos.
Mucho se ha dicho respecto a la verdad histórica, pero la versión más consistente indica que los muchachos salieron de un “antro” y se dirigieron a sus casas, al filo de las cuatro de la madrugada, cuando en alguna céntrica calle de Matamoros fueron seguidos y alcanzados por vehículos militares artillados, cuyos tripulantes, sin mediar ningún protocolo de intercepción, dispararon alrededor de 100 veces contra la camioneta blanca en que viajaban las víctimas. Como suele suceder en estos espinosos asuntos, hasta el momento de redactar la presente columna el tema se había olvidado, frente a la promesa presidencial de que no habrá impunidad, aunque se trata de soldados. Obviamente, el caso se ventiló en las conferencias mañaneras de AMLO. Pero nada se sabe aún en torno al destino de los militares implicados (si serán juzgados en la justicia penal o en la militar).
El viernes 3 de marzo, ahora en Matamoros, Tamaulipas, hubo varios enfrentamientos entre grupos criminales que se disputan la plaza y el control del trasiego de drogas y la perpetración de delitos de alto impacto.
Dicha ciudad fronteriza vivió unos cuantos años más o menos pacificada, pero en los pasados cuatro la criminalidad se disparó. Propios y extraños despiertan, un día sí y otro también, con el “¡Jesús!” en la boca. Aunque también están acostumbrados a la cultura del narco, de la violencia y de las armas, no dejan de dormir atemorizados o, cuando regresan de sus empleos a sus hogares, de sentir miedo ante el embate de las pandillas.
El mismo viernes 3 del mes en curso un comando de alrededor de 20 sicarios disparó contra cuatro tripulantes de una camioneta blanca, llevándoselos con rumbo desconocido. Dos de ellos, al parecer, fueron heridos de gravedad (ahora sabemos que murieron por las heridas) y dos más lograron sobrevivir. Sin embargo, todo hubiera permanecido como un hecho aislado perpetrado por el crimen organizado, pero los jefes de grupos no contaban con que los cuatro levantados eran ciudadanos norteamericanos y que el gobierno de Joe Biden, así como algunos legisladores de Estados Unidos, armarían tremendo alboroto exigiendo la aparición de sus connacionales, sanos y salvos.
Pero, como por arte de magia y tras haber aceptado el ingreso de agentes del FBI a Matamoros para coadyuvar con las investigaciones, el presidente de la República, conduciéndose como corresponsal de guerra, informó el lunes en su programa matutino, con datos del gobernador tamaulipeco Américo Villarreal, que los norteamericanos ya habían aparecido, dos de ellos muertos y uno herido. Una mujer salvó milagrosamente la vida, ilesa.
Sin embargo, este miércoles se difundieron fotografías de cinco supuestos miembros del crimen organizado de Matamoros, maniatados y tirados en alguna calle de la multicitada ciudad, acompañados por un narcomensaje donde se indicó que eran los responsables de “haberse equivocado”, del levantón de los cuatro estadounidenses, la ejecución de dos y las lesiones provocadas a uno más. Aquello, desde luego, fue visto con gran escepticismo por comunicadores tamaulipecos, debido a múltiples factores. Pero algo destacó en este asunto: fueron los mismos criminales quienes realizaron su propia investigación hasta dar con los responsables del levantón, así como de su entrega a las autoridades, habiéndolos tirado en alguna calle citadina. Es decir: ni el gobierno mexicano, ni el FBI, ni cualquier número de agentes desplegados para buscar a los responsables lograron su captura y entrega. Eso corrió a cargo de los criminales, quienes así se comportaron súper buena onda. Cabe mencionar que los estadounidenses, al parecer, tenían antecedentes penales en EE. UU. Y que su secuestro no fue una equivocación, sino un hecho delictivo más.
Este jueves, la ubicación de los cinco criminales no fue abordada durante la conferencia mañanera, la cual, por cierto, se realizó en el “búnker” de Genaro García Luna. Toda la perorata presidencial se dirigió hacia el malogrado ex jefe policíaco y el ex presidente Felipe Calderón. Obviamente, AMLO le propinó tremenda felpa a los legisladores estadounidenses que pretenden enlistar a los cárteles mexicanos, mediante una ley, entre las organizaciones terroristas, con lo cual el Ejército de EE. UU., podría ingresar a territorio mexicano para combatir a los grupos criminales.
En todo lo antes descrito, gentiles lectores, aparece el fantasma del estado fallido, en los tiempos gloriosos de la 4T. Los grupos criminales decidieron declarar la guerra a las instituciones responsabilizadas de combatirlos y de garantizar la paz a nuestra sociedad. Y así continuarán hasta el final del presente sexenio. Los hechos de violencia no cesan. Por el contrario: van en aumento.
El descontrol de la violencia es el pan nuestro de cada día.
Lo anterior nos lleva a reflexionar sobre la exacta dimensión del estado mexicano dentro de esa guerra, que comenzó en el sexenio de Vicente Fox, se intensificó en el de Felipe Calderón, se mantuvo en el periodo de Peña Nieto y se enquistó de manera profunda en el sexenio de López Obrador gracias a su política pública de “abrazos y no balazos”. Este flagelo no tiene para cuando acabar.
Como las comunitarias y las económicas, las consecuencias políticas de la actividad que despliegan las organizaciones criminales, especialmente las más poderosas, se distribuyen en varias dimensiones.
“Por lo pronto, conviene advertir que la existencia de un problema de crimen organizado en un país obliga a destinar gran cantidad de recursos (económicos, técnicos, materiales y humanos) y esfuerzos a hacer frente a su amenaza, recursos y esfuerzos que podrían destinarse a otros ámbitos de la actuación política de máxima necesidad y que pueden elevar sensiblemente la deuda estatal”.
Así lo leemos en el excelente libro “Crimen Punto Org. Evolución y claves de la delincuencia organizada”, de Luis de la Corte Ibañez y Andrea Giménez-Salinas Framis (España, Editorial Planeta 2010), que nos ayuda a comprender todavía más el fenómeno.
De manera concreta los autores describen el escenario de un estado fallido:
“El efecto político más extendido es la pérdida de eficiencia en el funcionamiento de instituciones públicas, generalmente como consecuencia de la corrupción promovida a distintos niveles y en diferentes áreas para favorecer intereses privados. Esas prácticas corruptas y las complementarias acciones intimidatorias dirigidas contra empleados de la administración suelen ir orientadas a promover la distribución parcial de los recursos, quebrando así el principio de equidad en la implementación de políticas públicas. Una forma alternativa de generar efectos semejantes, aunque más graves, tiene lugar cuando una organización criminal logra extender su influencia hasta las altas esferas políticas, lo que le permite condicionar el ejercicio del poder legislativo y ejecutivo, que afecta la promulgación de leyes o a la toma de decisiones gubernamentales (…) El crimen organizado puede erosionar también los fundamentos y pilares del Estado de derecho”.
Conclusión: la acción del crimen organizado constituye un desafío para el mantenimiento del principio de legalidad vigente. Las células de delincuencia organizada diseminadas a nivel nacional, sobre todo en zonas de alta violencia, integran un gigantesco grupo que dejó de reconocer cualquier vestigio de legitimidad y autoridad del sistema estando dispuesto a dar la vida en su empeño por destruirlo.
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